La Ciencia Ficción

La AFI describe el género de ciencia ficción como "un género que une una premisa científica o tecnológica con la especulación imaginativa. Aún si hay un objeto volador flotando en el espacio o girando sobre una ciudad en un planeta distante, en la base de toda película de ciencia ficción hay la provocativa pregunta: ‘¿Qué pasaría si…?’ El género de ciencia ficción presenta historias y situaciones que tocan nuestras esperanzas más brillantes y miedos más oscuros acerca de lo que pudo, un día, ser verdad.”

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Frases célebres:

"Un sutil pensamiento erróneo puede dar lugar a una indagación fructífera que revela verdades de gran valor." Isaac Asimov.

"La Realidad es aquello que, incluso aunque dejes de creer en ello, sigue existinedo y no desaparece".
Philip K. Dick.

Mentira con efecto retroactivo




Las mentiras se pagan con efecto retroactivo, y sino que me pregunten a mí. Por aquél entonces, en el año 1972, mi vida estaba llena de ilusiones. Lo tenía todo. Era joven y salía con el tipo más atractivo y exponencialmente rico del equipo de fútbol de la universidad. Él no pudo evitarlo, se enamoró perdidamente de mí. La culpa, claro está, no solo fue mi agraciado carisma, sino que también intervinieron el par de pechos que adornaban mi delantera. A parte de ser la chica más popular de la última promoción, por supuesto. Nos casamos jóvenes. Su padre cumplió la promesa de cederle la empresa a su hijo cuando se jubilara. Todo nos iba bien. Nos compramos una casa y me codeaba con los peces gordos de la alta aristocracia. Toda especie requiere de una sólida estrategia de supervivencia, y ésta era la mía. No trabajaba, pero me procuraba un sinfín de cojines donde arrimarme si la situación me lo hubiese requerido. Cada uno construye su vida sobre las expectativas que se ha marcado, y las mías, está claro, no eran modestas.
Pasaron un par de años cuando mi matrimonio alcanzó su ciclo crítico. Me aburría.  Había perdido apetito sexual y los diálogos con Albert empezaban a ser superficiales.  Además, nuestras relaciones sociales se habían convertido en una obligación, pues debía mantener mi estatus entre gente de poder que no me interesaba, pero que me proporcionaban un beneficio real, ficticio o en potencia. Sí, era un poco cínica, pero no podía renunciar a la condición a la que me había acomodado. Y entonces, conocí a Richard, el nuevo jardinero. Era el amante perfecto: joven, sencillo, tierno. Además, tenía la seguridad de que nunca diría ni una palabra, pues su empleo estaba en juego. Yo me sentía como una niña pequeña con su juguete nuevo. Me acosté con él repetidamente, y sin cansarme. Me hacía sentir como una princesa rejuvenecida, encerrada en un castillo del que era rescatada por un vulgar campesino. Sonaba morboso, sí.
Pero todo cambió cuando me quedé embarazada. Me debía encarrilar hacia la responsabilidad de ser madre y de subir una familia. Y cometí un error. Permití que mi hijo naciera sin saber con seguridad quién era el padre. El miedo no fue la causa, en realidad, fue mi propio ego el que contaminó mi razonamiento. Nunca se me pasó por la cabeza la posibilidad de poner en peligro mi relación familiar por aquella “minucia”, como le llamaba yo. Era una joven con estatus, con clase, de familia conservadora. Si mi marido hubiera descubierto que quizá Peter, nuestro hijo, podía no ser suyo, me hubiera abandonado como desecho orgánico, sin posibilidad de redimirme.
Entonces, pasó lo que nadie se plantea a priori en una situación como ésta, o lo que nadie está preparado para afrontar cuando ha cometido tal fraude. Mi hijo fue ingresado con una enfermedad que le producía anemia. No era grave, pero necesitaba una transfusión de sangre. Aunque me había ofrecido voluntaria desde el primer instante, el doctor me recalcó que yo era A positivo y mi hijo 0 negativo, por lo tanto, había heredado la sangre de su padre y era él quién debía ofrecerse. Fue en ese instante, cuando me vi en medio de un camino bordeado por dos muros, los cuáles se derrumbaban detrás de mí, a una velocidad superior a la de mis pasos. Había llegado el momento de afrontar los errores cometidos en el pasado. Todo pasa factura, ya lo decía mi madre. Pero, ante todo, era mi hijo. Debía sacar las fuerzas de dónde fueren.
Llamé a Albert al trabajo para explicarle que su hijo había sido ingresado con anemia y que necesitaba una transfusión de sangre. Yo no podía hacerlo, sino no le hubiese molestado. Mi voz se disfrazó de seguridad pero, en realidad, derramaba lágrimas de terror. Tenía que intentarlo. ¿Qué posibilidades tenía de que Albert fuera su padre auténtico? O… como mínimo, ¿Qué posibilidades tenía de que, al menos, fuera 0 negativo como mi hijo? No sabía cuántos grupos de sangre existían exactamente pero me sonaba que no eran muchos. El tiempo se agotaba, tenía que tomar una decisión. ¿Se lo digo yo o espero haber qué pasa? Si los médicos se dan cuenta… ¿se lo dirán directamente a él o hablarán primero conmigo? Tampoco me parecía muy viable simular un despiste: ¿Cómo? ¿No eres 0 negativo? ¿Cómo puede ser? ¡Aquí tiene que haber un error!... Tarde o temprano lo hubieran descubierto y la vergüenza, a esas alturas, hubiera sido inconmensurablemente mayor.
La cobardía me dejó previsiblemente estática. Cuando Albert llegó, me saludó y entró en la consulta. Yo, muda. No tuve valor. Que sea lo que Dios quiera, pensé. Me quedé allí, sentada en la sala de visitas de un hospital esperando a que mi marido saliera con la cara transpuesta y tras darme una bofetada, me despreciara por ser capaz de mantener un engaño durante tanto tiempo, y no lo discutiría, pues sería merecidamente. Por no decir si se enterara que además fue con un vulgar jardinero. Y mi hijo… si descubriese que su padre no es quién él había creído toda su vida…, jamás me lo perdonaría. Pensaría que su madre es una puta que se acuesta con cualquiera. Quizá incluso perdiera identidad, pensaba. Pues se vería mermada su imagen paterna. ¿Es este mi castigo? ¿Tal ha sido mi desfachatez que merezco tal condena? ¿Es mi falta de humildad? Prometo ser mejor persona si Albert es el padre, me prometí.
Mi estómago se retortijaba de dolor, como si estuviera subida en la montaña rusa de los remordimientos. Y mis manos pegajosas de sudor nervioso, delataban mi estado de ansiedad. Yo ya no era la joven alocada que había sido. Quería a mi familia, por encima de todo y temía perderlos, más que nunca.
Entonces Albert abrió la puerta de la consulta. Su cara estaba blanquecina y su habitual sonrisa dominante se había diluido en una triste expresión de dolor. Me temí lo peor.
-Cariño, ¿qué tal si vamos a comer algo? Dicen los médicos que puedo marearme en cualquier momento.- Empezó Albert.
- Ah!, entonces... ¿Todo ha salido bien? ¿Eres 0 negativo?
-Por supuesto mujer, debo serlo. Los hijos suelen heredar el grupo sanguíneo de la madre o del padre. Si tú no tienes su grupo sanguíneo, ¡lo tengo yo! ¿No?
-Claro, qué tonta. Vamos a comer.- Le contesté con voz atontada y cara de boba.
En ese momento, sentí un alivio temporero. Gané la batalla pero la guerra no había terminado, pues podía ser sencillamente coincidencia, los dos con el mismo grupo sanguíneo. O quizá, todavía no habían analizado, en el hospital, la sangre de Albert. Tenía miedo. Ni Albert ni Peter merecían seguir viviendo sin saber con seguridad que eran padre e hijo. Debía ser yo quién les mostrara la verdad. Pensé que cuánto más tiempo dejara pasar, mayor seria la decepción si algún día se supiese. Reaccioné por instinto, justo estábamos comprando azúcar para Albert,  cuando se lo conté. Sí, fue muy estúpido, sobretodo porque tras hacer la prueba de paternidad, descubrimos que Albert era el padre biológico. Eso me costó el matrimonio y una custodia compartida. Ese momento marcó un antes y un después en mi vida. Nunca volví a ser la misma. Aprendí a valorar aquello por lo que uno tiene que luchar y aunque tuviera recursos suficientes, preferí calzarme en clase media. Llamé a Richard y le busqué trabajo, pues mi marido ya lo había despedido. Descubrí que las cosas bien hechas dan mejores resultados, sobretodo, si se hacen desinteresadamente. Empecé de nuevo, pero curtida de experiencia. Sufrí las consecuencias de exponer la verdad, pero también saboreé  los efectos positivos que tuvo sobre mi persona.
 


RM.LL.A.